Aún cuando al anarquismo se le suele asociar tanto con la violencia como con el pacifismo, esta filosofía política establece el “principio de no agresión” derivado a su vez del de “soberanía individual”, a manera de axioma, es decir que ningún individuo puede agredir la vida, la libertad y los derechos básicos de otro individuo. Por ello, el anarquismo promueve erradicar la violencia institucionalizada de un organismo considerado agresivo contra los individuos, como es el Estado, con su monopolio de la violencia a través de la justicia y seguridad estatales, y cualquier otra organización involuntaria o coaccionante. Así, las instituciones autoritarias para los anarquistas existen debido a que agreden a los individuos, por lo que es totalmente legítimo defenderse y deshacerse de ellas.
En consecuencia, llega a la conclusión de que para defenderse y liberarse de la agresión deben utilizarse métodos violentos.
La legitimidad de esta aparente contradicción viene avalada por autoridades tan importantes dentro de este movimiento como Mijail Bakunin o Enrico Malatesta, los cuales consideraban la violencia como un medio necesario y a veces deseable.
Las revoluciones sangrientas son con frecuencia necesarias a causa de la estupidez humana. Pero son siempre un mal, un daño monstruoso y un gran desastre, no solo por lo que respecta a las víctimas sino también por la pureza y la perfección del fin en cuyo nombre esas revoluciones se suscitan. (Mijail Bakunin)
Guerra a la violencia: éste es el móvil esencial del anarquismo. Desgraciadamente con mucha frecuencia, contra la violencia no existe otro medio de defensa que la violencia. Pero, incluso entonces no es violento el que se defiende, sino el que obliga a los otros a tenerse que defender; no es violento el que recurre al arma homicida contra el usurpador armado que atenta a su vida, a su libertad, a su pan. El asesino es el que pone a otros en la terrible necesidad de matar o morir. Es el derecho a la defensa, que se convierte en sacrificio, en sublime holocausto al principio de solidaridad humana, cuando el hombre no se defiende a sí mismo sino que defiende a los otros en su propio perjuicio, afrontando serenamente la esclavitud, la tortura, la muerte. (Enrico Malatesta).
Otros anarquistas, identificados como pacifistas, como León Tolstoi, se mostraron partidarios de la no violencia. Para éstos, toda violencia era ilegítima, sin importar cuales fueran sus fines, aunque recalcando que la no violencia no puede ser neutral; había que ponerse en el lugar y tratando de comprender al oprimido, aunque este fuera violento, pero sin compartir sus métodos.
El famoso teórico anarquista Piotr Kropotkin [1] apoyó inicialmente este tipo de práctica, diciendo que un acto puede, en unos pocos días, hacer más propaganda que miles de panfletos. Sin embargo, él y otros pensadores comenzaron a albergar dudas sobre la eficacia de esta táctica a finales del siglo XIX [2]. No obstante, lo que ahora nos interesa del anarquismo es, precisamente, su cara violenta, basada en lo que se ha denominado “propaganda por el hecho” o “propaganda por el acto”, entendida como una estrategia revolucionaria basada en el supuesto de que el impacto de una acción violenta es mucho más eficaz que la palabra para despertar las energías rebeldes del pueblo. Su puesta en práctica buscaba elevar un conflicto latente al grado de conflictividad explícita, generando un elevado grado de incertidumbre social que obligase a la mayoría a salir de su indiferencia y adoptar posturas distintas para resolver el conflicto.
A favor de esta estrategia se ha argumentado que era más eficaz que una persona o un grupúsculo conspirase para eliminar al agresor autoritario antes que hacer toda una movilización para sacarlo del poder o de su puesto de influencia, ahorrándose muertos o heridos de la sociedad civil. Por el contrario, sus detractores afirmaban que el sistema autoritario es más complejo que el mando de un jerarca y que con eliminarlo no se iba a desarrollar una sociedad libre, corriendo el riesgo de que pudiera surgir un gobernante peor que el anterior o la idea en la sociedad de que todo se arregla cambiando de gobernantes en vez de destruir todo gobierno o cambiar la forma de vivir y relacionarse; eso si no fracasa y la represión empeora el ambiente. Algunos ante eso respondían que frente a la existencia de un tirano insoportable, era preferible eliminarlo aunque eso no conllevase una transformación social, pero al menos sí alguna ligera mejora.
La propaganda por el hecho fue formulada por primera vez en 1876 por los anarquistas italianos Enrico Malatesta y Carlo Cafiero, en un artículo del Boletín de la Federación del Jura en el que decían:
El hecho insurreccional destinado a afirmar los principios socialistas mediante la acción, es el medio de propaganda más efectivo y el único que, sin engañar y corromper a las masas, puede penetrar hasta las capas sociales más profundas y atraer las fuerzas vivas de la Humanidad a la lucha mantenida por la Internacional.
La idea vertida por Malatesta y Cafiero no contemplaba los atentados individuales, sino que hacía referencia a la alteración del orden colectivo: manifestaciones, motines, e incluso, alzamientos. Lo esencial de esta propuesta era que sólo la palabra no era suficiente para conmover al grupo, entendido éste como la sociedad. Estas ideas dieron pie, sobre todo durante los últimos años del siglo XIX, a la realización de toda una serie de atentados que lograron sembrar el desasosiego, consiguiendo atraer la atención y evitando que su “desviación” se minimizara o descalificara.
El término fue popularizado por Paul Brousse, un joven médico francés, en un artículo titulado “Propaganda por el hecho”, publicado en Agosto de 1877, donde analizaba el levantamiento obrero de la Comuna de París y otros movimientos revolucionarios como buenos ejemplos de lo que debe ser la acción revolucionaria basada en el principio de propaganda por el hecho.
Uno de los más fervientes defensores de dicha estrategia fue el anarquista alemán Johann Most, quien alababa estos actos debido a la gran resonancia que tenía entre las masas. Fue así como también se le denominó Dynamost, debido a su método preferido de atentado, la dinamita, si bien nunca estuvo claro si se involucró directamente en alguno.
Entre 1890 y 1900 tuvo lugar en todas partes un periodo de terrorismo anarquista. Muchos artistas y escritores compartían estos atentados ya que según ellos, conmover, enfurecer, expresar la propia protesta era la única cosa que podía hacer cualquier hombre sensible y honrado.
En gran parte la propaganda por el hecho se relaciona con la ola de atentados individuales realizados contra monarcas y demás jefes de estado a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, a manera de magnicidio, regicidio o tiranicidio. En su tiempo estas acciones terroristas, que en un principio sólo fueron formalmente desaconsejadas, llegaron finalmente a ser repudiadas por la gran mayoría del movimiento anarquista por los excesos que se llegaron a cometer, habiéndose dado en ocasiones asesinatos a personajes que no detentaban ni tenían relación con el máximo poder político, por la falta de proyección de las acciones cometidas, y porque obstruía el trabajo metódico de las organizaciones anarquistas siendo motivo para la represión de estas por parte de los Estados.
Junto al concepto de “propaganda por el hecho aparece el de “acción directa”, en base al cual la resolución de conflictos debe ser abordada por los implicados sin delegación ni mediación alguna, puesto que de lo contrario la autonomía individual se diluiría y el resultado no sería el más adecuado a las necesidades exclusivas de los afectados.
Anarquistas defensores de la práctica de la violencia
[1] El príncipe Piotr Alekséyevich Kropotkin fue geógrafo y naturalista, aparte de pensador político ruso, siendo considerado uno de los principales teóricos del movimiento anarquista, dentro del cual fundó la escuela del anarcocomunismo.
[2] Una estructura basada en siglos de historia no puede ser destruida con unos cuantos kilos de explosivos, publicó Kropotkin en La Révolte.